por Josefina de
Diego
Cuando pienso en Cien años
de soledad no pienso en García Márquez: pienso en
mi madre. La recuerdo recostada en su cama, con un cigarro en la
mano, el cenicero al lado y una tacita de café. Las tardes y
noches en que mamá leyó Cien años de soledad (que fueron
muchas, no porque se demorara en terminar la novela sino porque la
leyó varias veces) las recuerdo como mágicas y encantadas. Yo la
miraba desde la puerta de su habitación, no podíamos interrumpirla,
ella así nos lo había pedido.
Pero tampoco hubiéramos podido hacerlo si lo
hubiésemos intentado. Su cuarto parecía estar bajo el efecto de
algún hechizo. Había como una solemnidad en aquella lectura. Mi
madre se encontraba, en ese momento, en un espacio sagrado, solo de
ella, en un lugar maravilloso al que entraba como si le perteneciera,
como si siempre hubiese estado allí, en un “mundo raro”, fantástico y
tierno a la vez, y que era para ella muy familiar.
Sola, mi madre, con un mundo prodigioso entre sus
manos. Así la recuerdo, encantada, como tocada por una luz
adiamantada y cálida, feliz.
(*) Este texto
forma parte del libro inédito ¿Y ya no tocan valses de
Strauss?
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